1- PARTE
Carmina: un día se marchó.
Yo no comprendí. Quizá mi carácter dócil y manso la fue irritando. Poco a poco empezó a salir y faltar del hogar. Un día, ya no volvió.
Al principio anduve desconcertado y me invadió una angustia infinita. Pero después pensé que si la Carmina lo había querido así sería porque no se pudo hacer otra cosa.
La pequeña Andrea estaba conmigo, solo por eso me sentía contento. Me dediqué por entero a criar a la niña que crecía libremente, igual que me crié yo y también su abuelo, hermanada con cuanto descubría a su alrededor.
Muy pronto pude llevarla conmigo a la Roca. Le enseñé los manejos de la caña, a buscar carnada entre las pozas y a desenterrar lombrices bajo la hierba de los prados: se estaba muy atenta a todo. Luego, con la mañana bien entrada, íbamos a vender la pesca, haciendo el recorrido por las casonas. Andrea, a veces, se quedaba jugando con niños mientras yo me acercaba al mercado para vaciar del todo la cesta y comprarle algo de ropa. Muchas tardes caminábamos hasta la playa llevando ella el cesto de la ropa seca, cargándolo yo a la vuelta con la ropa recién lavada. Casi siempre descansábamos a la entrada del bosque, bajo los árboles; nos fabricábamos un colchón con helechos y hojas secas, y nos echábamos o nos apoyábamos contra un tronco, siempre mirando hacia el mar.
Las noches lunares, en plena primavera, salíamos a pasear por los prados; y era frecuente ver gruesas hebras de niebla reptando por el acantilado. Nos deteníamos a escuchar, en medio de las sombras, el ronroneo monótono de los motores de los barcos de pesca que pasaban frente a la costa; junto a ellos había un rastro de pequeñas luces, como estrellas caídas que hubieran quedado flotando sobre la negrura del agua.
Así transcurrió nuestra vida, sin empeños. Andrea creció mucho. Se convirtió en una moza preciosa; su piel y sus sentidos estaban hechos a los elementos del campo, y los ojos le azuleaban de tanto mar delante. Como yo, y como su abuelo, tenía un carácter sencillo.
Alrededor de Andrea raposeaban algunos mozos sin conseguir marearla. Con miedo esperaba yo el “momentoâ€; porque tendría que llegar. Dentro de mí se movían y apretaban los recuerdos de la Carmina. Pobre de mí que se me encogía el corazón, porque en el mal recuerdo se me clavaba un oscuro presentimiento.
Andrea se casó. Mi yerno se instaló en nuestra casa; era bruto y resabiado, pero a pesar de ello se entendía de maravilla con mi hija. Una tarde en la que el cielo se había cargado con un raro añil, el yerno regresó borracho, violento, escupiendo toda la hiel de que era capaz aquél carácter. El bruto me detestaba. Yo soportaba y Andrea, sencilla y dócil, como su padre y como su abuelo, presenciaba y enmudecía.
Un día, cuando regresaba después de haber vendido el pescado, pasé delante de la casa como si ya no fuese mía. Y no entré nunca más. Pasé de largo, mientras reparaba en la fachada y en el tejado de la casa que hice para la Carmina. Caminé con ese paso monótono que da el hacer el mismo camino todos los días, a la misma hora. Me sentí viejo; se acercaban las horas de soledad, pero el alma es elástica y pronto se acostumbra.
si algun compañero o compañera quiere leer la 2-parte la pondre
kike