Efectivamente, los niños le echan un pulso a sus padres para saber hasta dónde pueden llegar. Cuantos menos límites se les pongan, más límites traspasarán y si los humos no se los bajan los padres poniéndoles las normas, alguien se los bajará más tarde, y de peor manera. Y esto no empieza en el colegio, ni a los cinco años; empieza en la cuna.
Una amiga mía tiene una niña de dos años, y ahora le ha dado por morder y pegar. La primera vez que me mordió le dí en la boca (que nadie piense que le partí los dientes a la pobre criatura, se trata de un cachete), y lloró; la segunda, también. A la tercera vez que le tuve que dar, ya ni lloró, me miró muy seria, con cara de pensar "ésta no se anda con bromas", y no me ha vuelto a morder. ¿Traumatizada la niña con aquello? Ni de coña, me quiere, viene a enseñarme sus cuentos y los bailes que le enseñan en la guardería.
Ah, y los cachetes en la boca fueron con el aplauso de su madre.
Otro amigo, con ocasión de una impertinencia de su hijo, le soltó un bofetón.
- Niño: sabes que te puedo denunciar por esto?
-Padre: ah, sí? pues toma otra.
No hubo denuncia.
No abogo por los malos tratos, pero si hay que dar un cachete, se da. Y si hay que castigar sin salir, sin play o lo que sea, se castiga. Y si al niño le da una pataleta, ya se le pasará.
Si nos traumatizáramos por estas cosas estaríamos todos en el psiquiátrico.